viernes, 21 de mayo de 2010
Henry Miller: Trópico de Cáncer
De repente, veo frente a mí una raja oscura y peluda, abierta en una bola de billar brillante y bruñida; las piernas me atenazan como unas tijeras. Una mirada a esa herida oscura y abierta y se me abre una profunda fisura en el cerebro: todas las imágenes y recuerdos que se habían clasificado, rotulado, documentado, archivado, sellado y estampado laboriosa o distraídamente brotan desordenadamente como hormigas que salen de una grieta en la acera; el mundo cesa de girar, el tiempo se detiene, el propio nexo de mis sueños se rompe y se disuelve y mis tripas se derraman en un gran torrente esquizofrénico, evacuación que me deja frente a frente con lo Absoluto. Vuelvo a ver las grandes matronas tumbadas de Picasso, con los senos cubiertos de arañas, y su leyenda profundamente oculta en el laberinto. Y a Molly Bloom tumbada en un colchón sucio para la eternidad. En la puerta del retrete, pichas dibujadas con tiza roja y la madona entonando la melodía del infortunio. Oigo una risa salvaje, histérica, una habitación llena de tétano, y el cuerpo que era negro resplandece como el fósforo. Risa salvaje, salvaje, completamente incontenible, y esa raja riéndose a través de mí también, riéndose a través de las patillas musgosas, una risa que arruga la brillante y bruñida superficie de la bola de billar.